
Aquel día llegué a las oficinas centrales temprano. Había viajado en AVE puntualmente para la reunión trimestral de dos días, así que me dió tiempo a tomar un primer café abajo. Me quedé pensando un rato en cómo la idea de ser infiel a mi mujer se había ido instalando en mi cabeza, de forma lenta y progresiva. No es que hubiera nadie en especial, simplemente me estaba fijando más en las mujeres que de costumbre. Aparecían en mi mente fantasías fugaces y reacciones violentas de excitación en mi cuerpo.
A los pocos minutos entró una chica rubia, con un tono de pelo poco común por aquí. Un rubio claro y un pelo largo y fino, una delicia. Era bastante alta y robusta y llevaba un traje de chaqueta un poco raro, no sé, no vestía como una española. Era elegante pero distinta. Al principio no le vi la cara pero sí las piernas, potentes, entrenadas y largas. Casi por instinto miré su mano buscando el anillo. Sí, estaba casada. Este era el tipo de cosas que habían cambiado últimamente. Parecía como si yo estuviera buscando una posible amante, casada quizás para que todo resultara más fácil, más casual. Alguien que, como yo, fantaseara con la idea de ser infiel. Y esta ilusión estaba adquiriendo cada vez una consistencia más real, porque desde hacía tres días llevaba un preservativo en la cartera.
La reunión resultó ser el típico tostón, hasta que nos anunciaron que una experta rusa en coaching venía a darnos una formación. La chica entró balanceándose en sus tacones con una sonrisa arrolladora. Resultaba que mi rusa casada de la cafetería iba a estar durante las próximas tres horas allí delante, contándonos no sé bien qué. Cuando su mirada se cruzó con la mía no pude evitar sonreír y prolongar ese momento al máximo. Ella empezó a hablar, caminaba por la tarima, y a los pocos minutos yo ya estaba muy excitado. No era solo su cuerpo, esos pechos como piedras, esas piernas infinitas, esos ojos azul desconocido. Era también su voz, su forma de gesticular, el modo en que con toda profesionalidad controlaba la situación, y esos segundos de más en los que mantenía el contacto visual. Y su acento, leve, sexi, como en una película de espías.
Hicimos una pausa para el café y logré cruzar algunas palabras con ella. Cuando la jornada se terminó yo estaba salido como un adolescente, contento, y a la vez despidiéndome de estas sensaciones que, esta vez, habían ido bastante más lejos que en otra ocasiones. Al fin y al cabo, ¿era yo un tío infiel? Lo cierto es que nunca lo había sido.
El equipo de trabajo no estaba muy unido, así que ni nos molestamos en hacer el paripé de quedar para cenar. Bajé al restaurante del hotel y la rusa estaba allí. Aluciné mucho, no me lo esperaba. Le pregunté si podía sentarme con ella y accedió de inmediato. Cenamos entre risas, hablando de anécdotas de estaciones de tren y aeropuertos, y nos tomamos algunos vinos. Ella estaba relajada, llevaba la camisa un poco abierta y de vez en cuando me rozaba el brazo, de modo que yo también empecé a hacerlo. Había química, era obvio, saltaban chispas.
Cuando decidimos ir a dormir resultó que nuestras habitaciones estaban enfrente la una de la otra. Me costó, pero no hice ademán de invitarla a pasar. Entré en mi habitación y ella en la suya. Me senté unos minutos en la cama y pensé que la había cagado, aunque ahora ya…¿Qué podía hacer? ¿Llamar a su puerta? ¿Exponerme a que algún compañero me viera?
Salí al pasillo sin pensarlo mucho y vi que ella había dejado la puerta entreabierta. Entré con prudencia. Estaba desnuda en la cama, una rusa delgada pero imponente y de tetas grandes y redondas. ¡Así que esta diosa era una rusa juguetona! Y fuimos a lo que fuimos, nada de besos románticos. Nos reíamos, nos tocábamos, ella se giraba sobre mí, dominadora, y luego se hacía la indefensa para que yo le pegara unos azotes. La cosa se desmadró un rato después y acabamos haciéndolo en mil posturas, a lo perrito, por delante… Ella se ofrecía como buena rusa infiel y yo quería más y más. Caí rendido unas horas después, y no recuerdo nada de la reunión del día posterior.
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